El partido de ida de la Champions ha sellado la suerte del Real Madrid: para aspirar a la final, en la que ya espera el Manchester United a cualquiera de los dos equipos peninsulares. Necesita vencer de visitante, en el Camp Nou, por lo menos con tres goles de diferencia a los azulgranas, lo cual es poco menos que imposible.
Si se toma en cuenta que no estarán Pepe, expulsado por una descalificadora acción antideportiva, contra Alves, y Sergio Ramos, por la amarilla que recibió, todo se complica más en la hasta ayer inexpugnable barrera defensiva de Mourinho, también echado del campo de juego.
El Real Madrid fue otro equipo. Ni por asomo se pareció al ganador de la Copa del Rey: dio la impresión de haber involucionado a aquel cuadro sin ideas, con excesivo miedo, de paralizante temor ante el rival, que perdió por un abrumador 5-0 a fines del año pasado.
Esta vez fue el Barça el que controló el medio campo, con su acostumbrado y desequilibrante juego de toque corto, hasta el extremo de marcar una posesión cercana, en promedio, a casi el 75%, frente al Real que tampoco podía practicar la estrategia del “pelotazo” para la salida de CR7 o de Özil, neutralizados por el trabajo del “jefecito”, Busquets, Puyol y Piqué.
Xavi volvió a brillar. La jugada del primer gol la hilvanó él, pero creó los espacios para la aparición de Messi, que sólo necesita un mínimo descuido para destrozar las defensas contrarias. Los dos goles del argentino, que sin embargo, como lo sabemos, juega como el más europeo de los europeos, fueron suficientes para echar abajo la muralla blanca.
Tal vez se pagó a elevado precio la insistencia en el juego conservador, pero que esta vez no dio resultados. Aunque, bien pensado, sí dio uno: el desenlace anticipado de esta serie de cuatro partidos que confirma la supremacía del Barça y que posterga el sueño albo de volver al sendero del triunfo y de la gloria.
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