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lunes, 14 de enero de 2013

La calle de La ‘Pulga’



Un perro escuálido y pulgoso camina por delante del altar construido en honor del Gauchito Gil en la calle Ayacucho, altar popular casi pegado a la valla que cierra lo que fue en su día el campo de entrenamiento militar del Batallón 121, ahora un descampado. A mano izquierda, empieza el último tramo de la calle Estado de Israel, vía larga que atraviesa el barrio del sudoeste, desde la vieja zona portuaria, ahora en desuso, hasta el bulevar de Avellaneda, en los límites urbanizados de Rosario, allí donde empieza la autopista que lleva a Buenos Aires.

La calle donde nació Messi empieza y acaba varias veces, interrumpida por grandes avenidas, descampados o parques, pero no cambia de nombre, aunque antaño el tramo entre Ayacucho y 1º de Mayo formaba parte de la calle Lavalleja. A esa altura, la vía no es muy grande, unos cinco metros de ancho por los que a duras penas pasan dos coches en paralelo, y es corta, unos 25 metros de largo. Y allí, en la casa señalada con el número 525, nació el 24 de junio de 1987 Lionel Messi.

“Compramos el terrenito, comenzamos a edificar de a poco y allí nacieron nuestros cuatro hijos. Siempre volvemos a nuestro barrio rosarino porque en él nos conocemos con todos los vecinos. Aquí están las verdaderas raíces de la familia”, cuenta Celia, la madre de Leo, persona muy querida en el barrio de Las Heras.

“Para nosotros, Lio es el hijo de la Puchi. ¡Les queremos mucho!”, dice Clara Quirós, la vecina de al lado, que se presenta como amiga de Celia, la abuelita de Leo, esa a la que dedica todos sus goles. “No hubo mujer más buena que ella”, dice con un suspiro de pena antes de contar lo trabajador y guapo que era Jorge de joven y lo pequeño que era Leo. “¿Por qué creen que le llamaron la Pulga? ¡Es que era una pulga!”.

“¡Cuiden de Lio!”, gritaba por la ventana la madre cada vez que aquel chiquitajo salía corriendo detrás de sus dos hermanos para robarles aquella pelota blanca con motas rojas. “El balón era más grande que él”, recuerda Rodrigo, que no olvida aquellos primeros regates de su hermano en aquella calle, estrecha y sin asfaltar, donde empezó todo.

Justamente enfrente de la casa de los Messi —las persianas bajadas, sensación de que hace tiempo que nadie la pisa—, Mirta Gallino despacha medialunas tras los barrotes de una ventana. Ha convertido el salón de su vivienda en una tienda de ultramarinos y no tiene muchas ganas de hablar. “Buena gente”, dice mientras la señora Quirós reivindica que ése no es un barrio conflictivo como dice que dicen en la tele cada vez que hablan de los orígenes de Leo. Para justificarlo, señala una casita enrejada. “Mire, allí vive un arquitecto que le ha construido una casa a la Sole”. La Sole es Soledad Pastorutti, una de las cantantes más célebres de Argentina.

En esas, Ramón Gallino aparece por la esquina y, sin necesidad de que se le invite, se suma a la conversación. Cuenta que él trabajó con Jorge Messi, el padre de Leo, en una de las plantas de Acindar, la siderurgia más grande de Argentina. “Buena gente. Y jugaba bien al fútbol”, comenta antes de avisar de que él es seguidor de Rosario Central, pero los Messi no: “Ellos siempre fueron leprosos (Newell’s)”, sostiene antes de dar la razón a su anciana vecina. “Ésta es zona obrera, de gente trabajadora y honrada”, comenta, baja la voz y recuerda que en ese barrio hubo muchos desaparecidos durante la dictadura militar.

A su espalda, en la esquina con 1º de Mayo, una enorme pintada en azul y amarillo reivindica la calle donde nació Messi como zona canalla: “La pintaron hace un par de años porque saben que aquí nació Lionel”, justifica un chaval que se acerca a comprar leche y se aparta para que aparque una camioneta de reparto que llena toda la calle. De ella se bajan dos tipos desdentados con mirada cristalina. Están drogados, pero trabajando. “Así, por lo menos, no roban”, se resigna el jubilado.

Leo Messi, Lio en Argentina, recibió durante las vacaciones de Navidad el título de Embajador de Rosario en el mundo de manos de la alcaldesa de la ciudad, un premio que le ilusionó mucho más incluso que la posibilidad de ganar el Balón de Oro por tercera vez en su carrera, galardón que la FIFA y la revista France Football le entregaron en Zúrich.

Cuentan los vecinos de la calle Estado de Israel que un par de veces al año un coche negro con los cristales tintados, gama alta, se asoma por la esquina de Ayacucho y circula despacito hasta pararse unos segundos en la puerta del número 525 antes de seguir camino y desaparecer por 1º de Mayo en busca de la avenida Uriburu. Están convencidos de que el coche lo maneja el popular Leo, que, tan silencioso como cuando era niño, vuelve cuando puede a su calle, a la calle de la Pulga.

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