La Copa de Europa fue tan consecuente con su historia que por décima vez coronó al Real Madrid, su rey de reyes, y condenó al Atlético de forma tan cruel como hace cuatro décadas. Entonces, también los rojiblancos se quedaron a unos segundos del trono. Esta vez, no fue un alemán de talla alta quien frustrara a las gentes colchoneras, sino Sergio Ramos, un andaluz de puro cromosoma madridista, quien mandó el partido a la prórroga cuando el Atlético ya descorchaba el título gracias a un gol de Godín. Bale, Marcelo y Cristiano lo vapulearon en el tiempo de prolongación, en pleno éxtasis blanco, el color que impregna a la Copa de las Copas.
El partido no fue, precisamente, un simposio de fútbol, muy por debajo de lo emotivo. Muy propio de las finales, que están para ganarse, sin más miramientos. Los dos equipos se mostraron de entrada vacilantes, quizá porque arrancaron mal cosidos desde los banquillos. Diego Costa forzó para nada y antes de los diez minutos dio el relevo a Adrián y dejó a Simeone sin un cambio para lo que restaba. Lo pagó caro su equipo. Al otro lado, Ancelotti, que había pregonado a Illarra como relevo del sancionado Alonso, se entregó a Khedira, partícipe en dos partidos desde su lesión hace siete meses. Una mala solución. El alemán, sin ritmo, nunca le cogió hilo al encuentro y de su poca cadencia se contagió todo el Madrid, al que resultaba imposible descodificar su partitura, si es que tenía alguna que no fuera encomendarse a Cristiano o Bale, o al encomiable ardor final.
En el arte de jugar al juego de no jugar, el Atlético se siente en pantuflos. Sin abandonar el fútbol por la bronca, es admirable su pericia para neutralizar lo mejor del adversario al tiempo que poco a poco enrosca el encuentro donde más le conviene. Lo suyo es una trama de camisetas rojiblancas por todo el campo. Para sacudirse a un futbolista de este Atlético se requiere fórceps. No importa que le cueste subordinar dos pases; lo suyo es otra cosa. De emboscada en emboscada hasta producir las jugadas que más enfatizan sus virtudes ofensivas. Quizá porque la aviación estuvo en sus orígenes, ninguna como el fútbol aéreo. Por más que los partidos parezcan huecos, no conviene distraerse cuando el Atlético planifica con la pelota detenida. Tan elocuente, que levantó una Copa en Chamartín con un cabezazo de Miranda, una Liga en el Camp Nou con otro de Godín y el uruguayo casi arma el taco en Lisboa de no ser por la traca de Sergio Ramos cuando caía el telón para la Primera del Atlético. Dos zagueros al abordaje en el centro del escenario.
El tanto de Godín llegó a la media hora, cuando las porterías parecían espejismos. Solo Bale, poco antes, había estado a punto de penalizar a los colchoneros tras un pase sencillo que derramó Tiago. El galés llegó como un tiro por el macizo central del Atlético, pero remató fuera. De inmediato, los de Simeone se procuraron un córner, su veta preferida. En primera instancia, el Madrid rechazó el balón, que cayó a la cabeza de Juanfran, que lo devolvió hacia Casillas, donde anidaban aún varios rojiblancos. Modric les dio vida a todos al quedarse enganchado y anular el fuera de juego, Khedira llegó con retraso al asalto con Godín e Iker Casillas fue para no ir y se quedó a la intemperie. La pelota se acomodó en la red con suspense y en cámara lenta. Al Madrid le tocaba remar como no le gusta, con el rival en el cascarón, sin pista para volar.
Muy discontinuo en todo, el conjunto de Ancelotti no tuvo cuajo, solo una sucesión de arrebatos cuando se vio ante el abismo. El técnico italiano movió el cesto con Isco y Marcelo en lugar del irrelevante Khedira y Coentrão. A falta de juego, de un sistema orientativo, los madridistas apelaron a la épica, a la invasión por las bravas del área de Courtois. La final, chata en su primera hora, se volvió un torbellino emocional. Cristiano y Bale flirtearon con el gol. El Atlético estaba a muchas cuadras de Casillas y se vio acorralado sin remedio. Gabi, al que le cabe todo el fútbol en las botas, ejercía de almirante, pero el equipo no encontraba una vía de evacuación, desgastado Villa, con Sosa consumido por el tajo defensivo ante Marcelo y Di María, y Adrián con el depósito justo por la prematura salida de Diego Costa. Al Atlético no le quedaba un segundo aire, la gestión con Costa le dejó sin auxilio cuando pedía a gritos un refresco. Encima, ya con el Madrid desatado y al toque de corneta, se quedó sin Filipe, roto. Por mucho que apremiara al reloj, cada minuto era una eternidad para los del Manzanares.
El fantasma de Schwarzenbeck merodeaba por Da Luz cuando en ya en el tiempo de prolongación, Ramos, el Godín del Madrid, tiró de pértiga ante Tiago y de un espléndido y teledirigido cabezazo rescató una prórroga para la Décima. Nadie como el Madrid cuando se trata de apelar a la heroica por mucho que el tiempo sea menguante. Al tiempo extra, el Atlético llegó fundido, acalambrado, maldiciendo la misma calamidad de hace 40 años. Una prórroga que, inevitablemente, hizo rebobinar el segundo reto con el Bayern en aquella pesadilla colchonera de Bruselas. Con el Madrid en combustión y más piernas, Di María, un superdotado físico, esprintó cuando en el césped solo había un bosque de cadáveres rojiblancos con la lengua seca. Bale puso al Madrid en órbita, Marcelo echó el lazo definitivo al décimo sueño y Cristiano abrochó para siempre un botín majestuoso para un club sin parangón, único en el mundo, irreductible hasta la última gota. La reacción ejemplar de la hinchada rojiblanca con los suyos subrayó que el Atlético cayó de pie. Y, con todo, como le recordaban sus hinchas, lo suyo, lo de todos, es una forma de vida. Gloria al Atlético y gloria al más campeón de todos los campeones. Al Gran Campeón de Europa.
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